Hoy, víspera del aniversario del nacimiento del poeta Manuel Ortiz Guerrero, que mañana hubiera cumplido 124 años, el escritor Catalo Bogado –basándose en el epílogo de su libro ‘Ortiz Guerrero, solo con las estrellas’, biografía novelada del autor de ‘Loca’ y ‘Ne rendápe aju’– recrea la noche del lunes 8 de mayo de 1933, la última noche de ‘Manú’.

Noche del 8 de mayo de 1933. A lo lejos, entre los extraviados ladridos de los perros, se escucha el melancólico sonido de un acordeón. El canto de los gallos ha cesado. Cerca de la Escalinata –en las calles Antequera y Progreso (esta última, hoy calle Manuel Ortiz Guerrero)–, Manu, acosado por la tos provocada por la tuberculosis, necesita imperiosamente escribir un canto de despedida.

Llevando una lámpara de trémula luz, Dalmacia le acerca el papel y el lápiz y apoya dos almohadas más contra la cabecera de la cama para que el poeta pueda sentarse, recostado en ellas. En este momento supremo sus amigos se dan cuenta cabal de la grandeza de su alma: no puede ya respirar, su corazón vacila, de los mutilados dedos de sus manos, que ya no pueden sostener con firmeza el lápiz, mana pus; está prácticamente sordo, ciego, casi sin habla, y sin embargo… Se dispone a escribir.

Dalmi, su compañera de vida, luchas, sueños y esperanzas, con gesto maternal le acaricia la frente y le susurra al oído: «El doctor Boggino está aquí. ¿Por qué no le dictas a él lo que deseas escribir?» Dudando, como quien no quiere capitular, pero comprende que tiene ya que entregar la espada, Manu le pasa el lápiz y el papel al doctor Juan Boggino y, muy cadenciosamente, le dicta.

«Es el fin doctor, el círculo de la vida se cierra…»

Había venido a Asunción por primera vez en 1914, cuando aún no sospechaba su destino fatal. Había publicado sus primeros poemas, al inicio en la Revista del Centro Estudiantil, había empezado a darse a conocer en círculos literarios y tertulias de intelectuales, había compartido los imprescindibles años de bohemia con Guillermo Molinas Rolón, el cantor de La Atlántida… Y en medio del entusiasmo de aquellos días de juventud, habían aparecido por vez primera en su rostro las terribles señales del mal de Lázaro. Con sus sueños destrozados, y sin embargo estoico, resignado, había escrito entonces:

«¡Ya soy, ahora, el hijo del mundo con el alma

pálida y afligida; mis sueños juveniles

se fueron con mis veinte ya difuntos abriles

y aquellos frescos años jamás han de volver!»

Luego habían venido el aislamiento voluntario, el retiro, de vuelta en Villarrica, donde no daría a nadie la enguantada mano y asistiría al consultorio de su médico siempre entrada la noche, para no ser visto, como nos cuenta su amigo y biógrafo Arturo Alsina, que, hablando de aquellos años, relata también un encuentro con Manu en su ciudad natal, recuerdo que demuestra que pese a todo el espíritu del poeta no estaba doblegado: «Lo vi [a Ortiz Guerrero] en la ciudad guaireña en el año 20. Atravesaba un período de crisis sentimental y temía el encuentro con este hombre a quien me unían lazos de amistad fraternal. Lo encontré en el cementerio, el día en que enterraban al poeta Alarcón, bella promesa aniquilada por una muerte prematura. Los progresos de la enfermedad señalaban huellas en su organismo, había perdido su bizarría y parecía más pequeño. Las cejas raleadas habíanle aleonado el rostro, dándole una expresión de viril resignación. Pensé encontrarlo desmoralizado. Vagamos por los encantados suburbios de ensueño de la tierra guaireña reviviendo las horas, que se nos antojaban lejanas, de nuestra adolescencia. Una enfermedad considerada incurable lo había atacado, pero él tenía esperanzas… ¿Quién sabe? Total: la materia… y, oh, poeta, hablaba del milagro solar que cura las llagas como despierta en el capullo a las rosas. Su optimismo era conmovedor. ¿Proyectos? Sí, muchos proyectos… versos, teatro, conferencias, folclore, política. Como si estuviera en la plenitud de sus fuerzas. Regresé de Villarrica curado de mi neurastenia y avergonzado de mí mismo. Aquel hombre, roído en su materia por incurables úlceras, sin quererlo, sin saberlo, había dado al camarada sano y joven, aquejado de quiméricos males, una inolvidable lección de entereza».

Pese a la decisión del poeta de apartarse, el amor de Dalmacia se había obstinado en poblar su soledad. Y sin embargo la tuberculosis completaba ahora la labor de la lepra y el poeta dictaba sus versos postreros a su médico:

«Allá abajo quedan las cosas que he amado…»

Y fue así como, en la madrugada del 8 de mayo de 1933, a los 38 años de edad –había nacido el 16 de julio de 1894–, Manú, el sol de los artistas, el farol de los talleres, partió hacia otra luz más pura para estar solo con las estrellas. El 9 mayo lo enterraron en el cementerio de La Recoleta de Asunción. No hubo rezos ni discursos. Solo José Asunción Flores prendió una vela sobre su tumba, singular homenaje realizado en silencio.